El
aborto como método de explotación capitalista
Por
Miguel Argaya Roca
"Estamos en realidad ante
una objetiva ‘conjura contra la vida’, que ve implicadas incluso a instituciones
internacionales"
Un estudio de hace unos años,
realizado por Ermenegildo Spaziante, miembro de la Sociedad Italiana de Bioética
y publicado por la Universitá Cattolica del Sacro Cuore de Roma, fijaba en
38.896.000 el número anual de abortos en el mundo (casi 110.000 diarios). Ahora
estas cifras han aumentado significativamente. Por poco sensibilizado que esté
uno hacia el tema, no puede negarse que se trata de un hecho sin igual en la
historia de la especie humana y adquiere tintes de genocidio universal. Por
ello, debe evitar acometerse con puntos de vista estrechos y reduccionistas, que
dejen el tema envuelto en brumas parciales. Y es que el problema del aborto en
el mundo, por más que así se nos presente por quienes lo defienden, excede con
mucho el problema de la liberación de la mujer: los fetos desechados pertenecen
a ambos sexos –más aún, suele tenderse, al menos en el tercer mundo, a que
pertenezcan mayoritariamente al género femenino-; como tampoco cabe, en sana
lógica, situar una matanza de esta magnitud en el terreno de la revolución
sexual, que se nos aparecería como desproporcionadamente cara por grandes que
pudieran ser sus beneficios presentes y futuros. Por eso, consciente de la
dificultad de ligar el tema a una dinámica puramente ideológica, todo el
orquestado discurso proabortista ha tendido a presentar el tema desde una óptica
individual y hasta casuística, buscando propiciar en el ciudadano la sensación
de que se trata de un “problema de conciencia” en el que no tiene arte ni parte
nadie sino la mujer afectada. No es así, sin embargo; y no hablo aquí de entrar
en polémica sobre si el feto es ya un ser humano o no lo es; ni si el varón
tiene derecho alguno a intervenir; ni si lo tiene la Iglesia, o la sociedad. El
aborto, a nivel mundial, es, por encima de todo, un acto de imperialismo brutal
a cuenta de los países ricos sobre los pobres. Y esto, que puede sonar a
demagógico, no lo es en absoluto.
El meollo de toda la
política antinatalista del mundo desarrollado sobre el subdesarrollado tiene su
punto de origen en el problema de la competencia por mano de obra barata y en el
fenómeno de la inmigración. Vayamos al segundo: es un hecho que, cada año desde
hace treinta, un millón de inmigrantes del sur se instala en el norte. Lo es
también que el norte no sabe ya cómo convencer al sur de que la causa de su
pobreza es su sobredimensionado crecimiento demográfico. Y parece lógica esta
dificultad: ¿no es verdad que la densidad de población de, por ejemplo, Japón
(325 habitantes por Km2, y 23.000 dólares anuales de renta per cápita),
sobrepasa con creces la de la mayoría de los países que se consideran “pobres”
(como Tanzania, que con 25 habitantes por Km2, sólo alcanza los 130 dólares de
renta per cápita)?. Cualquier persona medianamente informada –los países del
Tercer Mundo son pobres, pero no tontos- sabe que una adecuada revolución
demográfica es un factor esencial para cualquier proceso de promoción y
expansión industrial de primera fase; más población es también más mano de obra
–lo que la hace más barata-, y más mercado interior, elementos esenciales ambos
para consolidar una mínima infraestructura industrial capaz de abrirse
posteriormente a la competencia exterior. Europa, desde luego, tuvo su propia
revolución demográfica, desde la inglesa, inaugurada a principios del siglo XIX,
a la española, concluida en los años sesenta de nuestro siglo. Recordemos cómo,
ya en el siglo XVII y XVIII, nuestros novatores e ilustrados supieron ver en la
despoblación que entonces aquejaba a la península una de las causas de la
decadencia nacional. Pero también es fácil colegir –y comprobar históricamente-
que los beneficios de una expansión demográfica concluyen, e incluso comienzan a
revertir negativamente, en el momento en que se alcanza un punto de saturación,
si ésta no viene acompañada de un cualitativo empujón tecnológico. Europa
solventó este problema mediante la emigración: chorros de europeos invadieron
durante siglo y medio los continentes vecinos (África, América) y no tan vecinos
(Oceanía, Extremo Oriente) hasta descongestionar sus respectivas poblaciones
incluso a costa de sustituir a las poblaciones autóctonas en sus lugares de
destino. En 1895, sir Cecil Rhodes afirmaba en el Parlamento británico que “para
salvar los 40 millones del Reino Unido de una guerra civil funesta, nosotros,
los políticos coloniales, hemos de tomar posesión de nuevos territorios para
colocar en ellos el exceso de población, para encontrar nuevos mercados en los
que vender los productos de nuestras fábricas y de nuestras minas”. A la vista
de esto, podemos decir, sin temor a equivocarnos, que una parte del Tercer Mundo
pagó con la extinción el progreso del hombre blanco. Pues bien: el mundo en vías
de desarrollo lleva veinte años necesitando del mismo modo, y con la misma
urgencia, una descongestión demográfica que le arranque de la miseria y le
aparte del peligro –ya peligrosamente constatable- de la guerra civil. El
problema está en que, en ese camino, no ha hecho más que tropezar con el primer
mundo, que sólo le ofrece parches, pero no soluciones efectivas. En la
Conferencia de la Población de El Cairo, de 1994, por ejemplo, los países
desarrollados se negaron repetidamente a ampliar sus cuotas de inmigración y a
abrir las barreras aduaneras a la importación de productos del sur, tal como
pedían los países pobres. En cambio, sí que supieron ofrecer notabilísimas
ayudas encaminadas a la “planificación familiar” y, muy especialmente, al
aborto. Resulta bien significativo que el presidente Billy Clinton, que no ha
tenido empacho en negar al aborto, en su propio país, la cualificación de
“método de planificación familiar”, impidiendo así que sea subvencionado con
fondos federales, lo proponga en cambio como tal para el Tercer Mundo. Ya en la
Conferencia de Población de Méjico (1984) el mundo rico intentó incluir el
aborto en los países en desarrollo como “método de planificación familiar”,
siendo rechazada la propuesta. En la de El Cairo se insistiría en las mismas
pretensiones, fijando incluso un límite para la población del planeta, en 7.270
millones. El promotor de esta “luminosa” idea no es otro que el “Fondo para la
Población de la Naciones Unidas”, fundación creada a iniciativa de los Estados
Unidos para camuflar sus intereses en las campañas contra la natalidad para el
Tercer Mundo.
No es, como digo, demagogia
mencionar los intereses que el gigante capitalista tiene a la hora de frenar la
expansión demográfica de los países en desarrollo: el mismo Juan Pablo II así lo
afirmó en su rotunda y reveladora encíclica Evangelium Vitae, del año 1995,
cuando decía que “estamos en realidad ante una objetiva ‘conjura contra la
vida’, que ve implicadas incluso a instituciones internacionales”. Como muestra,
un botón: el 16 de marzo de 1994, poco antes de la Conferencia de El Cairo, el
departamento de Estado norteamericano ordenó a sus embajadas que insistieran a
sus gobiernos anfitriones en que los Estados Unidos consideraban el acceso al
aborto voluntario un derecho fundamental de todas las mujeres, y, a comienzos
del segundo mandato de Clinton, en febrero de 1997, el Congreso de los Estados
Unidos aprobó una ley presupuestaria de 385 millones de dólares (53.900 millones
de pesetas) destinados a la planificación familiar y al aborto en el Tercer
Mundo. Simultáneamente, era rechazada una moción del congresista pro-vida Chris
Smith que, aludiendo a lo que llamó “imperialismo demográfico”, ofrecía aumentar
la partida hasta 713 millones siempre que del programa antinatalista fuera
explícitamente excluido el fomento del aborto. Obviamente, las intenciones del
presidente Clinton y de sus compañeros de viaje no pasaban por esa exclusión. La
razón la dio explícitamente la entonces nueva secretaria de Estado, Madeleine
Albrigth, alegando que el control de nacimientos en el Tercer Mundo es pieza
fundamental de su política de promoción de los intereses norteamericanos.
Algunos otros congresistas supieron ser algo más explícitos y aludieron a
necesidad de reducir la competencia por mano de obra barata en el mercado
internacional (ABC, 16-2-97). Pero no se crea que este planteamiento
estratégico-defensivo proviene de estos últimos años, o está únicamente
representado por Clinton; tiene su origen, más bien, en el famoso “Documento
2000” del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos, aprobado el 10 de
diciembre de 1974 por el presidente Gerald Ford, documento, como es obvio a
tenor de la dureza de su contenido, originariamente secreto, y sin embargo
desvelado en 1990 gracias a las presiones de algunos historiadores que supieron
invocar con éxito las leyes de secretos oficiales. El documento, textualmente,
afirma en algunos de sus apartados:
Punto 19: Los actuales
factores de población en los países menos desarrollados suponen un riesgo
político e incluso problemas de seguridad nacional para los Estados
Unidos”.
Punto 30: Los países con
interés político y estratégico especial para los Estados Unidos son India,
Bangla Desh, Pakistán, Nigeria, México, Indonesia, Brasil, Filipinas, Tailandia,
Egipto, Turquía, Etiopía y Colombia (...) El presidente y el secretario de
Estado deben tratar específicamente del control de la población mundial como un
asunto de la máxima importancia en sus contactos regulares con jefes de otros
gobiernos, particularmente de países en desarrollo”.
Punto 33: Debemos tener
cuidado de que nuestras actividades no den a los países en desarrollo la
apariencia de políticas de un país industrializado contra países en desarrollo.
Hay que asegurar su apoyo en este terreno. Los líderes del Tercer Mundo deben
figurar a la cabeza y recibir el aplauso por los programas
eficaces”.
Punto 34: Para tranquilizar
a otros respecto de nuestras intenciones, debemos hacer énfasis en el derecho de
los individuos y las parejas a decidir libre y responsablemente el número y el
espaciamiento de sus hijos, el derecho a recibir la información, educación y
nuestro continuo interés en mejorar el bienestar de todo el mundo. Debemos
utilizar la autoridad del Plan Mundial de Población de las Naciones
Unidas”.
No sabemos si tendrá que ver
con aquellas áreas de interés estratégico el hecho de que la primera conferencia
de población se celebrase en Méjico, y la segunda en Egipto. Pero sí podemos
constatar que el Fondo para la Población de las Naciones Unidas es una de las
pocas oficinas de la O.N.U. que ve crecer sus presupuestos cada año, financiados
en un 50 % por los Estados Unidos, y el resto por otros países del Primer Mundo.
En 1994, por ejemplo, contaba con 246 millones de dólares, más otros 1.000
millones en programas destinados expresamente a frenar la natalidad de los
países pobres. Sus actividades se centran en la esterilización, anticoncepción y
aborto en el mundo en desarrollo. Con todo, su más rutilante actuación en los
últimos tiempos, ha sido la convocatoria de la polémica Conferencia de El Cairo,
encaminada en un primer momento a conseguir que los países destinatarios de los
programas antinatalistas contribuyesen económicamente al sostenimiento de
éstos.
Claro, que no es el Fondo de
Población la única institución con que juegan los intereses estratégicos de los
Estados Unidos: una gran parte de los 385 millones de dólares (al cambio, muchos
millones de pesetas) que el Congreso norteamericano dedicó en febrero del 97 a
la planificación familiar en el Tercer Mundo, habrían de ser encauzados a través
de la International Planet Parenthood Federation (I.P.P.F.), una multinacional
del aborto fundada a principios de este siglo en Estados Unidos (Brooklin, 1916)
por Margaret Sanger a partir de una clínica abortiva. La I.P.P.F., por otro
lado, tuvo mucho que ver con la redacción del documento propuesto –y
afortunadamente rechazado- en El Cairo: el 31 de marzo de 1994, por ejemplo,
I.P.P.F. se jactaba públicamente de que su presidente, Fred Sai, lo era a su vez
de la tercera conferencia preparatoria, y de que la delegada de la organización
abortista para el hemisferio occidental, Billie Miller, presidía el grupo de
O.N.Gs y el comité de planificación. No decía, aunque era de dominio público,
que Nafis Sadik, directora por entonces del Fondo para la Población de las
Naciones Unidas, había trabajado con anterioridad para la I.P.P.F., lo mismo que
el secretario de Estado adjunto para Cuestiones Globales de los Estados Unidos,
antiguo director de la I.P.P.F. en Denver. Junto a esa verdadera “multinacional
de la muerte”, hay que citar también la Fundación Ford, la Fundación
Rockefeller, el Alan Guttmacher Institute, que depende del I.P.P.F., o el
Population Council, financiado por el gobierno norteamericano. Pero quizá el más
importante instrumento de presión del “lobby” antinatalista sea el Banco
Mundial, con su política dirigida a condicionar los créditos a los países pobres
al grado de cumplimiento de las directrices marcadas por el Fondo para la
Población de las Naciones Unidas. Recordemos que la deuda externa es uno de los
más dolorosos cánceres del Tercer Mundo. Mozambique, por ejemplo, tuvo que
desembolsar en 1996, por este concepto, el doble de lo que dedicó a educación y
salud. Y no caigamos en la trampa –claramente racista- de culpar del desastre a
una nunca demostrada “incapacidad” de esos países para valerse por sí solos o
para escapar de la corrupción política. Tengamos en cuenta que durante los años
ochenta, según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, los tipos
de interés para los países pobres fueron en conjunto cuatro veces más elevados
que para los países ricos. Del mismo modo, conviene no olvidar que el problema
de la deuda externa tiene orígenes relativamente cercanos, pues se remonta a la
crisis del petróleo de 1973. En esas fechas, los grandes bancos mundiales vieron
crecer sus fondos por las imposiciones provenientes de los países de la
O.P.E.P., que habían acrecentado sobremanera sus ingresos después de
cuadruplicar el precio del petróleo, y se lanzaron desaforadamente a una
arriesgada política de préstamos sobre los países en desarrollo. Como es
natural, éstos recibieron ávidos esta inopinada lluvia de millones que, en
muchos casos, no fueron a parar al objetivo para el que habían sido solicitado.
Por otra parte, y al mismo tiempo, el aumento del precio del crudo provocaba en
el mundo industrializado un galopante proceso inflacionario de difícil solución
sino con medidas radicales. En 1979, el gigante norteamericano se vería obligado
a un duro ajuste monetario, que fue inmediatamente seguido por todos los otros
países del bloque industrializado. La consecuencia para el Tercer Mundo, que
vivía de sus exportaciones, no se hizo esperar: en breve plazo, aquellos países
que habían contraído deudas a tipos de interés variable –que eran, lógicamente,
casi todos- vieron cómo los intereses de sus préstamos se multiplicaban. Las más
de las veces la deuda se convertía en un peso insalvable: los pagos anuales,
efectuados con notables sacrificios por los deudores, no alcanzaban a cubrir ni
siquiera el montante de los intereses. En 1996, por ejemplo, la deuda externa
acumulada por Zambia duplicaba su P.N.B. Ese mismo año, el mundo en desarrollo
debía al primer mundo globalmente el doble que diez años antes, sólo en calidad
de acumulación de intereses impagados.
Así las cosas, no es posible
ignorar el funcionamiento interno por el que se rige la actividad del
anteriormente mencionado Banco Mundial. Nacido, como el Fondo Monetario
Internacional (F.M.I.), en julio de 1944 en Bretton Woods (EE.UU.), representó
en su momento el deseo de diseñar las directrices económicas de un mundo que ya
preveía la victoria en la Segunda Guerra Mundial, y anhelaba extender y
globalizar su capitalismo a escala planetaria. No cabe duda de que sus objetivos
están cerca de cumplirse, si es que no lo han hecho ya. A finales de 1991 la
revista The Economist y el New York Times sacaron a la luz un memorándum interno
del Banco Mundial según el cual esta institución debía estimular la instalación
en el Tercer Mundo de las industrias más sucias, por varias razones: la misma
lógica económica, que invita a alejar de la propia casa los residuos, los bajos
niveles de contaminación de esos países, a causa de su menor densidad de
población, y la escasa incidencia del cáncer sobre grupos de gente cuya
esperanza de vida es de por sí pequeña. ¿Puede extrañar a alguien, pues, que el
primer mundo necesite perpetuar el déficit poblacional del mundo en desarrollo?
Es preciso señalar que, en las decisiones del F.M.I., los Estados Unidos cuentan
con un 17’80 % de los votos, y el mundo desarrollado en conjunto (unos quince
países, de un total de poco más de ciento setenta y cinco), el 55 %. El
porcentaje, por supuesto en un sistema cuya base es el dinero, viene determinado
por las aportaciones económicas al Fondo, lo que deja fuera de juego a los
países menos desarrollados. Por ejemplo, el grupo formado por Argentina, Chile,
Bolivia, Paraguay, Perú y Uruguay no suma más del 2’15 % de los
votos.
El demógrafo Karl
Zinsmeister ya demostró en 1994, en sendos artículos publicados por las revistas
norteamericanas The National Interest y Population Research Institute Review,
que el problema demográfico no existe en cuanto tal, sino como consecuencia de
una injusta distribución de la riqueza. La misma División de la Población de la
Naciones Unidas, organismo estadístico sin capacidad ejecutiva y por ello, hasta
la fecha, libre de la infiltración estratégica de los países ricos, aseguró en
1994, en su documento anual “Perspectivas de la población mundial”, que el
famoso “peligro demográfico” es cada vez menor, y que, por encima de pesimismos
más o menos interesados, el crecimiento demográfico del planeta se está
estabilizando. En 1960, la previsión mundial de población para el año 2000, era
de casi 10.000 millones; a pocos meses del nuevo milenio, hay que revisar esa
cifra notablemente a la baja. Y la razón, desde luego, no es la actividad
antinatalista del F.P.N.U., sino la misma lógica demográfica, que determina que,
a mayor nivel de vida, se corresponde un descenso en la cantidad del número de
hijos por pareja. Por otro lado, no conviene magnificar desmesuradamente la
triste situación económica del mundo. Hace sólo treinta años, el 80 % de la
población de los países en vías de desarrollo vivían bajo el triste umbral de
las 2.000 calorías per cápita, y en esos mismos países sólo un 2 % superaba las
2.700. Hoy no llega al 8’5 % la cantidad de población en vías de desarrollo que
no alcanza el umbral mínimo, y supera el 15 % la que sobrepasa el de las 2.700
calorías. En este tiempo, y mientras la población mundial se duplicaba, el
suministro medio de calorías per cápita del planeta pasaba de 1.950 a 2.475. En
la actualidad existe, por ejemplo, un 60 % más de cereales disponibles por
persona que en 1960. La F.A.O., en 1994, determinó que, de 1950 hasta ese año,
la producción mundial de cereales se había multiplicado por tres, mientras la
población sólo se había duplicado. Y, en 1996, durante la Cumbre Mundial sobre
la Alimentación, este organismo internacional reveló que desde 1970 en los 55
países más pobres de la tierra la esperanza de vida se había disparado. En
Tanzania, por ejemplo, ha pasado de los 41 a los 52 años; en Etiopía, de los 37
a los 47, y en Sudán, de los 40 a los 53. El catastrofismo, en todo caso, no es
de hoy: ya en el siglo II después de Cristo, Tertuliano se quejaba de que el
mundo no podía soportar más carga demográfica. De entonces ahora, algo ha
llovido, y algo hemos avanzado. La realidad histórica demuestra que la capacidad
de la técnica humana permite ampliar el ecúmene hasta límites insospechados.
Roger Revelle, que fue director del Harvard Center for Population Studies, ha
llegado a afirmar que las capacidades tecnológicas actuales, bien aplicadas,
permitirían alimentar a 40.000 millones de personas en el mundo. Un buen ejemplo
de esto es lo que se llamó la “revolución verde”, llevada a cabo por el doctor
M.S. Swaminathan en la India a partir de un arroz de laboratorio, el I.R. 36,
capaz de un rápido crecimiento y de una fuerte resistencia a las plagas y
enfermedades, que permitió al país asiático, entre 1967 y 1987, multiplicar su
producción de cereal por habitante en un período en que su población había
crecido en 100 millones, e incluso acumular un stock de 50 millones de toneladas
y convertirse, desde 1980, en país exportador. Por otra parte, la superficie
cultivada es susceptible de aumentar: en China, por ejemplo, donde la política
antinatalista se ha ejercido de la forma más brutal y donde su fracaso ha sido
más evidente, la superficie apta para el cultivo de secano y no utilizada es de
2.500 millones de hectáreas, tres veces más que la que se dedica a la
explotación. Lo mismo ocurre con el problema de la desertización. La F.A.O. ha
prevenido frecuentemente contra la poca credibilidad de los mecanismos que se
utilizan para evaluar la irrecuperabilidad de las tierras, y hay casos que
desmienten muchas de estas clasificaciones, como el programa agrícola que
devolvió la fertilidad a algunas zonas de Kenia, y que logró demostrar que una
tierra clasificada como no restaurable puede dejar de serlo con sólo aplicar en
ella la tecnología y los incentivos adecuados. Para qué hablar de las
experiencias israelíes.
El problema, en cualquier
caso, no es demográfico, sino de reparto. Aunque los países pobres son cada día,
en efecto, menos pobres, los ricos son más ricos, de modo que las diferencias se
acrecientan. En el año 1800, el P.N.B. por habitante era de 200 dólares entre
los países del norte, y de 206 en los del sur. En 1900, ya el norte dispone de
528 dólares de P.N.B. por habitante, y el sur sólo de 179. A la altura de 1987,
la diferencia es escandalosa: el norte disfruta de un P.N.B. medio por habitante
de 14.430 dólares, y el sur sólo de 700. No cabe la menor duda de que,
objetivamente, el sur ha mejorado en este tiempo; pero la pobreza es tanto más
evidente, y se hace más injusta, cuando se la coteja con el lujo. Baste señalar
que los Estados Unidos, por sí solos, podrían alimentar adecuadamente a los
6.000 millones de habitantes que viven hoy sobre la Tierra (un solo niño
norteamericano consume anualmente lo que 422 etíopes), y que sólo poniendo en
juego un 10 % de los stocks del mundo desarrollado, podría acabarse con los
problemas de malnutrición del Tercer Mundo. Cada occidental consume y, en
consecuencia, ensucia cuatro veces más que cada habitante del Tercer Mundo. Es
significativo que la riqueza de 225 personas en el mundo equivalga a la de la
mitad de la Humanidad, y que las tres personas más ricas del mundo (entre ellas
Bill Gates) superen en conjunto el presupuesto de los 48 países más pobres,
según denunció en septiembre de 1998 el director regional del Programa de
Naciones Unidas para el Desarrollo de América Latina y el Caribe, Alfonso
Zumbado, en su Informe Anual de Desarrollo Humano. Mientras un 20 % de la
población del Planeta vive aún por debajo de lo que se considera el umbral de la
pobreza, el mundo rico se gasta anualmente en el cuidado y manutención de sus
animales domésticos un montante de 17.000 millones de dólares, más otros 12.000
en perfumes y cosméticos. Claro que estas cifras cobran su verdadera dimensión
cuando se sabe que serían suficientes 13.000 millones de dólares para lograr que
todos los seres humanos tuvieran acceso a unos mínimos servicios de salud. Baste
conocer, en suma, que el 40 % de la humanidad ha de valerse con tan sólo el 3’3
% de los recursos, mientras el 20 % del planeta consume el 82’7 % y, lo que es
más escandaloso, produce simultáneamente el 80 % de la contaminación. A este
respecto, no deja de resultar curioso que sean precisamente los países
industrializados –es decir: aquéllos que contaminan en mayor medida- quienes
abanderen el movimiento de la ecología como dogma ético de la globalidad
mundialista, conminando a los países del Tercer Mundo a conservar vírgenes sus
bosques y selvas (los “pulmones del planeta”) aunque ello les suponga a medio
plazo el estancamiento económico. Curioso -y hasta cínico-, cuando comprobamos,
como ha sucedido hace poco en la cumbre de Kioto, que el llamado “primer mundo”
no está dispuesto a reducir su carrera hacia la opulencia ni siquiera ante la
posibilidad más que probable de dejar la biosfera hecha unos zorros. Sin duda,
es más fácil pedir al mendigo que limpie el basurero global mientras nosotros lo
llenamos; en suma: que siga siendo pobre, para que podamos nosotros seguir
siendo ricos. No podemos evadirnos de nuestra responsabilidad; y nótese que al
utilizar la primera persona del plural incluyo en ese capítulo también a España,
como parte del mundo rico. Debemos ser conscientes de que una parte –no me
atrevo a asegurar que pequeña- de nuestra riqueza es espuria, sustraída al
esfuerzo universal de la Humanidad gracias a una privilegiada –y no siempre
honestamente conquistada- posición en la parrilla de salida.
Está claro que la solución
no puede pasar por pedir a los países pobres que lo sigan siendo y abandonen sus
expectativas de industrializarse, mientras el mundo “rico” continúa contaminando
y disfrutando de los mismos niveles de producción y consumo que hasta ahora. La
única solución ha de ser, fundamentalmente, asumir la interdependencia como un
reto de futuro y como un compromiso moral, y no sólo como paisaje-escenario para
el enriquecimiento rápido y para la explotación. El mundialismo económico, si ha
de serlo, tendrá que reportar a sus protagonistas no sólo beneficios, sino
también responsabilidades. Para ello, se haría preciso que los países ricos
asumieran su parte alícuota de sacrificio sin reservas. Y ello, no sólo por un
elemental deber de justicia (se calcula que por cada dólar que el mundo
desarrollado invierte en el Tercer Mundo, recupera cuatro), sino también –para
el caso en que lo anterior no fuera suficiente-, que tendría que serlo- como
único modo verdaderamente eficaz de evitar el previsible big bang migratorio que
se avecina y ya se apunta. El camino para ello, aunque suene a paradójico, pasa
por la eliminación, o en su defecto por la ampliación, de las cuotas de
inmigración en los países ricos y la desaparición de sus barreras aduaneras
proteccionistas a las importaciones provenientes del mundo en vías de
desarrollo. Sin olvidar la urgente condonación de al menos una parte de su deuda
externa. Con ello, sin duda, se conseguiría a medio plazo una mínima
descongestión demográfica y económica en esos lugares y, en un período más
largo, seguramente una tendencia a un cierto grado de igualación en el nivel de
vida de todos los habitantes del Planeta. A cambio, el primer mundo ganaría
algunos siglos de paz. Claro, que tales medidas supondrían algunos notables
sacrificios, tales como la inmediata caída de los salarios y la reducción en
gran medida del bienestar individual y social, con la consiguiente pérdida de
votos y de influencia de partidos políticos y sindicatos, cosa que, por otra
parte, se me aparece precisamente como una de las causas de que sea hoy por hoy
tan difícil poner en marcha un verdadero programa de estabilización económica
mundial. Aunque hay otras, mucho más importantes y decisivas, y menos
explicitables: el primer mundo, convencido en gran medida de su superioridad
biológica como WASP (White, anglo-saxon and protestant), ha ido viendo cómo, en
las últimas décadas, perdía puntos porcentuales en los patrones demográficos
(mientras el total de los países “ricos” crecía, entre 1950 y 1990, de 832
millones a 1.207, los países “pobres” lo hacían de 1.684 a 4.086), lo que ofrece
al Tercer Mundo unas posibilidades de futuro hasta ahora difícilmente
alcanzables en el marco geopolítico. Es evidente que el siglo XXI no es, sin
duda, el de la raza blanca: si en la O.N.U. los distintos países estuvieran
representados democráticamente en función de su número de habitantes, los
Estados Unidos contarían con cinco veces menos votos que la India, y con seis
veces menos que China. Un hipotético –pero no imposible- cambio de reglas del
juego político internacional supondría, pues, una verdadera revolución
copernicana en el escenario geo-estratégico. Lo cierto es que el mundo “rico”
anhela mantener su status y su ritmo de vida sin perder, además, la hegemonía
política. Por eso necesita detener con urgencia el crecimiento demográfico de
los países en vías de desarrollo, y, para ello, trata de convencer a éste de que
su pobreza se debe a su exceso de población, mientras restringe las cuotas de
inmigración y fortifica su proteccionismo. Es significativo, en este sentido, el
formidable atasco en que los intereses egoístas de las superpotencias económicas
tuvieron sumida a la llamada “Ronda de Uruguay”, desde 1986 y durante casi diez
años, hasta la firma del G.A.T.T. Los países en desarrollo, por el contrario,
alegan que su pobreza se debe a la carencia de medios para mejorar su
productividad, y que tal carencia se hace insalvable ante su continua
discriminación en los intercambios internacionales y las barreras aduaneras a
sus productos en los países ricos. Señalemos al respecto que el precio de las
materias primas –principal fuente de ingresos del Tercer Mundo- sigue una
carrera “convenientemente” descendente en el mercado mundial, lo que resta a los
países en vías de desarrollo la capacidad efectiva de acumular divisas. Crece
así el déficit de su balanza de pagos corriente, que en 1991 era de 100.000
millones de dólares, y, con él, su deuda externa, arma fundamental que el mundo
“rico” utiliza para su política antinatalista. Lo que los países “pobres” piden
no es otra cosa que juego limpio en las relaciones económicas internacionales. Y
también que el Banco Mundial y el FMI dejen de condicionar sus créditos al
cumplimiento de los programas demográficos del F.P.N.U. En lugar de eso, se les
fuerza a un durísimo –yo diría que inhumano- corsé demográfico, mientras se
palian sus hambrunas y sus crisis con bondadosos envíos de ayuda humanitaria,
ciertamente útiles en primera instancia frente a la urgencia de la muerte, pero
que, al final, sólo sirven para que los beneficiarios se acostumbren a depender
del exterior y pierdan el interés por su propia producción, sometida a una
competencia desleal desde el punto y hora en que el suministro humanitario es de
carácter gratuito. Lo que los países en desarrollo necesitan no es tanto una
ayuda permanente, y menos aún una grosera e interesada presión sobre sus hábitos
demográficos, sino tecnología y comercio, y sobre todo una válvula de escape
para sus excedentes de población. Con razón, los países suramericanos supieron
responder en El Cairo a las pretensiones de Estados Unidos, el Banco Mundial y
el F.P.N.U., afirmando que el alarmismo apocalíptico de los países ricos sólo
responde a una concepción pesimista –y seguramente protestante- de la
existencia, que no acaba de comprender que el ser humano no sólo dispone de una
boca para comer, sino de una mente para pensar y de unos brazos para trabajar.
Yo añadiría que responde también a una inconfesada falta de fe en la capacidad
de la civilización occidental para absorber, y occidentalizar también, los
aportes culturales que recibe y que espera recibir. Claro que una sociedad que
no confía en la capacidad de su propio bagaje espiritual para atraer y convencer
al recién llegado, no merece sino desaparecer. Los españoles, y los
mediterráneos en general, que sabemos algo de mestizaje biológico y cultural
porque hemos sabido enriquecernos con él y también exportarlo a lo largo de la
Historia, deberíamos ser un buen referente para atender a las nuevas necesidades
a que obliga el fenómeno de la inmigración. Más aún: tendremos que serlo, de
grado o por fuerza, pues nadie puede poner vallas al campo, y seguramente sea
imposible frenar el curso natural de las pateras. Aprendamos, pues, a manifestar
sobre el recién llegado aquel proverbial sentido hispánico de la hospitalidad, y
reforcemos, a la vez, los pilares sobre los que se asienta nuestra civilización,
no sólo para no perderla en el marasmo étnico que se nos viene encima, sino
porque seguramente descansen precisamente ahí los los mecanismos del más hondo,
eficaz e indoloro mestizaje. Por más que el ario se empeñe en
ignorarlo.
Publicado en Revista Arbil N°
49